River Phoenix improvisando junto a sus compañeros una ceremonia de abrazos y saltos ante la muerte de su amigo Bob, en el film “Mi Idaho privado”. Un auriga que desfila triunfante por la pista del Circo Máximo, mientras sus brazos manejan las riendas y saludan al público con entrenada armonía. El pueblo veneciano mezclándose enmascarado, y por tanto libre de clases, en una noche de Carnaval del siglo XVI. Esa tribu del neolítico que celebraba sus cazas formando un circulo y girando alrededor de la presa con los brazos en cruz, tal y como demuestran numerosas pinturas rupestres encontradas en Baja California. Un grupo de vecinos que tras una cena bajo la noche de agosto, aparta las mesas en un acto espontáneo y repentiza una fiesta colectiva. El ejército macedonio invadiendo territorios persas al ritmo de pasos y golpes de lanza, para deleite de Alejandro Magno. Un público de más de ciento veinte mil personas que invade Knebworth Park, al norte de Londres, alzando las palmas de sus manos unánimemente en el que sería el último concierto de Queen.
Cualquiera de estos ejemplos, o de otros miles, reflejan la trascendencia de la danza en la humanidad, en toda su historia y en su presente. Porque la danza siempre nos acompaña como nuestra más intrínseca forma de expresión, siendo, por tanto, símbolo ineludible de vida, de actividad, de nuestra propia existencia. Tan solo es preciso mirarse a uno mismo para observar como emerge la danza y se confunde con tu propio cuerpo. Antonio José Martínez Palacios (1902-1936, compositor y pensador) sostiene lo siguiente en relación al cuerpo: “Un cuerpo humano es, gracias a la unión perfecta y al equilibrio admirable de una variedad bien organizada de factores: a la belleza de una línea, que es ritmo, se acopla la necesidad de un sentido, que es gusto, y a la utilidad de un músculo, que es fuerza, se agrega la razón de un cerebro, que es idea”. Ésta podría ser también una excelente definición de danza. Así, la danza como nuestro propio ser.
Un ser que nace y se hace con la voluntad de sentir, aprender, relacionarse, es decir: comunicarse. Quizá sea ese el sentido de la vida: comunicarnos. Del mismo modo que ese es el principal cometido de la danza y de cualquier arte. Por ende, la cultura es ese caudal infinito de conocimientos y emociones del que nutrirse. Un estímulo para la reflexión o el debate, y por consiguiente, motriz del pensamiento propio.
Aun así, a lo largo de la historia hemos visto numerosos episodios de instrumentalización del arte con fines deshonestos, para retener a la sociedad a merced de un interés personal. Dictaduras, religiones totalitarias, empresarios corrompidos y políticos corruptos a veces pretendieron un uso adulterado de la cultura, ponderando aquellos estilos o corrientes artísticas que ponían en valor sus ideales y asediando al resto.
Quizás algo semejante pueda volver a suceder. Quizás deberíamos tomar conciencia. Quizás, bajo algo tan bello y necesario para el desarrollo de la humanidad como es el arte, se esconda un sucedáneo: propuestas pseudoartísticas en ascenso efervescente, cuyo único objetivo es la distracción banal del conjunto de la sociedad, despojándola de pensamiento y reflexión. Quizás, en tal caso, no sea el momento de encumbramientos, ni de corrientes artísticas monopolistas que merman la pluralidad y buena salud de la cultura. Quizás sí es el momento de reformar ese tan malsonante “mercado del arte”. Quizás hubiera que reeducar a ese conjunto de empresarios e instituciones que anteponen el sensacionalismo y el impacto económico al compromiso sincero que merece el arte en toda su extensión, y en especial la danza, tal vital como hemos visto y tantas veces olvidada…
Así que -quizás- sea el momento de danzar todos unidos, profesionales y público, con toda nuestra diversidad, a favor de un compromiso común: la cultura, salvavidas de cualquiera ante los golpes de la existencia, sostén de la educación, uno de los bienes más valiosos que una sociedad pueda tener. Eso es la danza. Y sería bello pensar que todos somos sus aliados, responsables de protegerla en un camino a menudo arduo y lleno de amenazas. Especialmente en este momento crucial, de desconcierto, que estamos sufriendo a nivel global, ya que en los momentos difíciles de la humanidad es cuando afloran sus peores enemigos: radicalismo, desigualdades,… Por tanto, ahora más que nunca, unámonos para luchar pero también unámonos para crear, porque de las crisis salen las mejores iniciativas, las propuestas que triunfan.
Entonces, si hablamos de reflexiones y proyectos, de presente y de futuro, seria interesante que el lector se plantee una cuestión: ¿Qué lugar quiero darle a la danza? En mi propia vida, en mi sociedad, en la educación, en la infancia, en el público… Una reflexión personal sobre el sitio que uno desearía que ocupe la cultura de la danza en nuestro mundo. Si crees que merece algo más, únete a nosotros y a los muchos que luchamos incansablemente por el porvenir de este arte ancestral y esencial, que nos emociona, nos hace mejores personas, nos mueve. Dancemos juntos. Feliz Día Internacional de la Danza 2020.
Marco Flores y Miquel Santín / Cía. Marco Flores
29 de abril de 2020, Madrid.