Una danza para todo tiempo





«Todas las cosas bajo el sol tienen un tiempo y un momento:
Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir;
un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar.
Hay un tiempo para matar y un tiempo para curar;
un tiempo para destruir y un tiempo para construir.
Hay un tiempo para llorar y un tiempo para reír;
un tiempo para hacer duelo y un tiempo para bailar.
Hay un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas;
un tiempo para abrazarse y un tiempo para despedirse.
Hay un tiempo para intentar y un tiempo para desistir;
un tiempo para guardar y un tiempo para tirar.
Hay un tiempo para rasgar y un tiempo para coser;
un tiempo para callar y un tiempo para hablar.
Hay un tiempo para amar y un tiempo para odiar;
un tiempo de guerra y un tiempo de paz.»

(Eclesiastés, 3)



Este fragmento del Eclesiastés, que tiene un regusto de sabiduría popular, a la vez hondo y desgastado, me lleva ocupando la mente desde hace más de un año, como una suerte de enigma cuya resolución podría darme alguna pista sobre la función existencial de la danza para el género humano: el tiempo como pregunta y la danza como respuesta, el tiempo como problema y la danza como solución… Tal vez.

En este Tiempo en el que el tiempo parece no pasar precisamente porque nos sobra, pienso en el lugar que ocupa la danza en este texto, entre esa retahíla de acciones humanas condenadas a mirarse de frente como enemigos, en la que vemos trenzarse como una enredadera cada una de las cosas que hacemos y deshacemos y, más aún, cada una de las cosas en las que nos generamos y en las que nos desintegramos: el nacer y el morir, el sembrar y el recoger, el construir y el destruir, la paz y la guerra… y, en medio de todo ello, el baile, definido como aquello que hacemos cuando no estamos en duelo, cuando nuestro cuerpo no se encuentra enlutado y en retroversión, con el esternón recogido hacia las vértebras dorsales y el mentón sirviendo de broche a las clavículas.

Bailamos, nos dice el Eclesiastés, cuando podemos celebrar la vida (pienso en la definición que da Canguilhem de la salud, como «la vida en el silencio de los órganos»): bailamos cuando no tenemos que gestionar la pérdida, la enfermedad o la muerte.

Pienso en lo específico de ese tiempo tan escaso y exquisito que el texto le concede a la danza, como acción que lleva al cuerpo a embeberse de endorfinas auto-provocadas, en un momento en el que se tiene tiempo (y ganas) para -como así lo traducen otras versiones de este fragmento bíblico- «saltar de alegría».

Pienso hasta qué punto la propia Historia de la Danza podría contradecir este texto para afirmar que en ciertos contextos también bailamos a causa de la pérdida, para sudarla, o convocándola en nuestros tuétanos hasta reencontrárnosla en las «últimas habitaciones de la sangre», que diría Federico García Lorca.

Pienso en el baile por soleá como contra-texto de este rosario de oposiciones, como contra-danza del salto por alegrías, como sombra de esa fiesta en la que aparece acotada la danza como celebración: ¿se puede, bailando, celebrar la pérdida? ¿Se puede bailar para aceptar la realidad profunda de nuestra inexorable condición mortal? ¿Se puede bailar para despedirnos de aquéllos a quienes no tuvimos la fortuna o la capacidad de dedicarles unas últimas palabras? ¿Se puede bailar por falta de gozo?

Hay tiempo para todas las cosas pero no todas las cosas pueden ocuparnos todo el tiempo. Sin embargo, los bailarines, bailaores y demás seres movidos y con-movedores, nos hemos acostumbrado a hacer de todo una danza. Hasta de la inmovilidad.

Hemos aprendido que el baile no sólo es una manera de acurrucarnos en la felicidad sino el lugar donde se despliegan todas las capacidades expresivas de un cuerpo que es simultáneamente escultor y escultura, pintor y pintura, escritor y escrito.

Hemos explorado el movimiento hasta entender su poder sanador, tanto para aquéllos que lo ejecutan como para aquéllos en cuya mirada se refleja. Hemos aprendido que la danza es un campo de exploración donde cultivar una relación más íntima con nuestro propio cuerpo; donde entretejer vínculos de respeto, curiosidad y escucha hacia el cuerpo de los otros; donde navegar por un espacio tan vacuo y sin fronteras como nuestra propia realidad profunda; donde aprender a relatarnos en un tiempo que también es tempo, ritmo, regularidad y cambio.

Hemos entendido que la danza no era una cosa más entre otras cosas, sino algo que, de manera un tanto pomposa podríamos llamar «método de exploración existencial»: una manera de entrar en contacto con un cuerpo cuyos gestos tienen mucho que enseñarnos sobre lo que significa ser humano, sobre lo que significa  estar «aquí y ahora». 

Por eso no hay un tiempo para bailar equiparable al tiempo de la costura y al tiempo del desgarro: más bien, hay un baile para cada tiempo, hay una postura para cada situación y un gesto para cada etapa. Y ahora que no es tiempo de bailes, tenemos que empezar a crear juntos el baile de este tiempo, el baile de nuestro tiempo: los cuerpos (también los nuestros) necesitan aprender a vivirse a través de nuevos gestos y nuestra tarea, tal vez más que nunca, es convertir nuestros huesos, nuestra piel y nuestros músculos en el oráculo para una danza nueva.

Una danza que nos mantenga unidos no sólo para celebrar sino también para aprender a compartir nuestra tristeza, para aprender a consolarnos, a perdonarnos, a comprendernos, a darnos luz.

Una danza que no sólo se baile en ausencia de la muerte y de la enfermedad, sino que pueda ser interpretada en todos y cada uno de los capítulos de nuestra historia individual y colectiva: una danza para nacer y una danza para morir, una danza para plantar y una danza para recoger lo sembrado, una danza para curar, para construir, para llorar y para reír. Una danza para atravesar el duelo, para abrazarnos y para despedirnos, para buscar y para soltar, para guardar y para tirar. Una danza para callar y una danza para hablar. Una danza para amar. Una danza para la paz.

Un solo bailado por la Humanidad entera, al unísono pero con movimiento completamente distintos en cada cuerpo. Una danza coral de todos los seres sintientes del universo. Una danza-aleph que nos baile a todos, unidos y separados al mismo tiempo, contraídos y dispersos. Una danza que contenga los ritmos dispares de todos y cada uno de nosotros, en la que no sea posible salirse de compás, porque estén contenidos en ella todos los compases. Una danza donde avanzar y retroceder sean el mismo gesto, porque no se sabe quién estaría arriba y quién abajo en ese espacio infinito; quién delante y quién detrás; quién en el lugar del solista y quién en el del acompañante: porque en ese lugar sin límites saltar y caer serían sinónimos.

Una danza para la que todavía no tenemos nombre… pero que está esperando ser bailada.


FERNANDO LÓPEZ