En este tiempo de obligado aislamiento y desierto coreográfico, uno se da cuenta de lo que tiene, que es mucho, y valora lo básico: techo y pan. Pero también echa en falta otros alimentos y nutrientes esenciales, añora lo cotidiano de la danza. El contacto físico, la interacción, la energía, los impulsos, las miradas, el compartir espacio y luz. Cuerpos, sonidos, sensaciones, sudor, dudas, carcajadas. Lo común, lo colectivo, la reflexión,… Me muevo, bailo solo, con los ojos cerrados, en mi cuerpo confinado, preso y alejado de otros cuerpos que dan sentido a su existencia. No me es suficiente. Echo de menos. Vacío. Pero este deseo, este sentir me recuerda también la ilusión por lo no bailado aún, por todos los movimientos que quedan por crear, por compartir, por dibujarse en tantos cuerpos, espacios y tiempos. Me recuerda la curiosidad de lo inesperado, la sorpresa, el hallazgo escénico. Sueño con habitar la sala de ensayo. Con el antes, el durante y el día siguiente. El abismo de no saber. El perderse y encontrarse. Y perderse de nuevo. El coger el metro con la música en los oídos e imaginar. Viajar, estrenar, montar y desmontar. El fervor del público que bombea desde la platea. Anhelo trabajar. Trabajar de lo mío.

Lo virtual, las pantallas, lo editado,… Veo mucha danza estos días de encierro pero es una danza fría, como un fantasma transparente que aparece y se esfuma enseguida tras la puerta. Ni siquiera asusta. Una danza que no duele, que no traspasa ni conmueve. Hay belleza, sí, pero es opaca, volátil, efímera. Un sucedáneo. Nada podrá sustituir ese momento único que se produce cuando la sala (o teatro) está llena, justo antes de empezar la función y la expectación en las tripas por lo que está apunto de suceder en el escenario; la luz que va apagándose en el patio de butacas, oscuro, silencio,… No se puede dar al ‘pause’ ni rebobinar, ya no hay vuelta atrás, estás ahí. Lo que estás percibiendo nunca volverá a repetirse, sabes que es único y que puede marcarte de por vida. Y viajas. Te retuerces. Te enfadas. Sonríes. Te transformas. Te curas.

Si ya el ego nos jugaba malas pasadas en épocas de sequía apuntando al ombligo y acudiendo, casi sin remedio, al famoso ´yo me lo guiso, yo me lo como´, esta crisis ha hecho despertar la pose y el exhibicionismo maquillados de generosidad docente y altruismo creativo. El disfrute público y global de piezas y repertorios más o menos antiguos de compañías más o menos consagradas, internacionales o nacionales, nos hace reflexionar sobre el peligroso concepto de espectador-sofá y abre, en mi opinión, un delicado debate sobre la fragilidad en la autoría de las obras coreográficas y audiovisuales. ¿Ver una pieza? ¿Mirar una pieza? ¿Ojear una pieza? Perder la paciencia y usar el cursor para ver qué hay después. La danza en la pantalla, como sustituta en este encierro sin funciones, ayuda pero se queda corta. No huele ni se oye. Ni pesa ni flota. Es plana, superflua.

La danza está en estado de alarma desde hace mucho tiempo. Esta situación no hecho más que llevar al límite nuestra fragilidad y ‘aparente’ invisibilidad como sector. Y digo ‘aparente’ porque nuestra presencia en el imaginario colectivo es tímida y diluida; estamos sí, pero no se nos llega a entender ni se nos valora como necesarios en la escala social y cultural del país. Entretenemos. Parece que en tiempos de crisis florecen las fortalezas de una nación pero también se desvelan sus grietas, las heridas mal curadas del pasado dan la cara y sangran de nuevo. No hay estatuto que nos ampare, ni compañías privadas estables o apoyo solido a las estructuras. Ahora más que nunca nos damos cuenta de que la continuidad de nuestras compañías (y sus equipos) dependen directamente de las lineas de crédito personales, los avales y préstamos que por otro lado hipotecan con riesgo nuestras vidas. Hemos aceptado que ‘sobrevivimos’ de la danza y eso, es triste. Las nuevas generaciones rebosantes de ideas, creatividad y energía, se encuentran con un paisaje seco y precario donde plantar sus semillas y heredan parte de la desesperanza que hoy se respira.

Vivimos un momento histórico para pedir ayuda, compromiso y co-responsabilidad a las instituciones pero también es una oportunidad para reflexión y auto-crítica como sector. Ofrecer ideas, propuestas y soluciones pero también escucharnos como colectivo y esforzarnos por la unidad y el diálogo. Son días de muchas contradicciones, de fragilidad emocional, incertidumbre y miedo pero debemos alzar la voz con cautela y sentido común.  

Y aparece entonces la gran pregunta: ¿qué es la danza? Está claro que la danza es baile y que el baile es terapéutico, cicatrizante y liberador. Y todos bailamos, con más o menos gracia, en celebraciones, frente al espejo, en pareja, en un club. Pero cuando, como coreógrafo, como profesional de la danza, el acto del movimiento se convierte en tu medio de comunicación, este adquiere un sentido de compromiso para con el público y la sociedad.

Son tiempos muy difíciles para muchas personas, hay sufrimiento, duelo e injusticia, por eso, nuestro mensaje estos días no puede solo visibilizar la danza como un arte noble sino reivindicar el carácter humano de los equipos de profesionales, artistas y técnicos que forman nuestro colectivo; las que que se ven y las que trabajan en la sombra. Debemos dar nombre a los creadores, impulsores y empresarios de la danza; los emergentes, los consagrados, los veteranos. A los interpretes, diseñadores, iluminadores, productores, repetidores, músicos, compositores. Debemos celebrar la danza como una gran comunidad, un ecosistema que aglutina profesiones y disciplinas. Un sector que genera empleo, capital e identidad cultural a nuestro país. El amor a nuestra profesión y el orgullo de pertenecer a ella debe ser, en estos días de danza confinada, nuestro principal mensaje.


Antonio Ruz, coreógrafo